Un cuento sobre las pruebas PISA

07 dic. 2017 | Escribe: Virginia Bertolotti en En común

Les voy a contar una historia poco discreta. Desde hace algo más de una década, sigo la vida de una familia que vive frente a mi casa. De mañana, mientras respondo el correo, los veo aprontarse para salir.

Sé entonces que hace unos 12 años, Julia empezó a ir a un jardín de infantes. En marzo de 2009, la vi ponerse por primera vez la túnica, ya sin delantal. Vi a su padre sacarle fotos, junto a su mamá. Y creo que va a la escuela Estados Unidos.

Sé que la mamá de Julia sintoniza todas las mañanas la radio que tiene sobre el alféizar de la ventana, seguramente para escuchar el informativo de las seis. Desayuna morosamente, antes de que despierte el resto de la familia; hace unos años lo hacía mirando la pantalla de la computadora, ahora desayuna mirando su celular. Imagino que se pone al día con sus redes todas las mañanas. También todas las mañanas peina a Julia, le deja las dos colitas firmes y a la misma altura, le acomoda la moña (tarea infructuosa si las hay). Luego Julia sale con su papá hacia la escuela.

Julia pertenece a la primera generación que trabaja con el programa de primaria 2008. Su maestra está entusiasmada por tener un programa nuevo, pero está también muy preocupada. Hay muchos contenidos nuevos, hay palabras que nunca escuchó antes o que no sabe muy bien de qué teoría vienen, duda de cómo llevar a la clase esos contenidos. La maestra de Julia sí entiende que los tres puntos fuertes deben ser el trabajo en matemática, en lengua y en ciencias. Pero ella está algo perpleja ante frases como “las rutas cohesivas” o señalamientos como “la correspondencia fonográfica: la relación grafema-fonema”, que le parece que contradice lo que le enseñaron en su formación en Magisterio.

Mientras cursó Magisterio, la maestra de Julia tuvo muy pocas horas dedicadas a comprender cuáles son las características de la lengua escrita y cómo aprenden los niños a leer. Tampoco tuvo casi formación literaria y no sabe, muchas veces, con qué criterio elegir qué leer con sus niños. Le parece que estaría bien leerles más cuentos, pero el programa es larguísimo y no le alcanzan las horas de que dispone.

Ahora que tiene un programa nuevo en el que sabe que muchos han participado, lamenta no haber tenido la oportunidad de aprender más en su formación para estar en condiciones de interpretarlo cabalmente. Lamenta también que sus prácticas hayan sido en quinto y sexto y que ahora le toque primero, donde tiene que enseñar a leer y a escribir a la mayoría de los niños que tiene en la clase. Lamenta también que la profesora que tuvo en Lengua supiera tan poco de lo que enseñaba. Algunos de su generación tuvieron la suerte de tener profesores que había concursado por sus cargos. Ella, no.

Julia pasa a segundo sin saber leer y escribir. En segundo la recibe una maestra compañera de generación de su maestra de primero: los mismos baches, el mismo desconcierto, las mismas ganas de hacer las cosas bien.

En tercero Julia empieza a traer deberes. A veces, los padres no entienden bien lo que la maestra pide y comentan entre ellos que seguramente la maestra no debe saber mucho. Todas las mañanas escuchan en el informativo que el sistema educativo no funciona, que los profesores y los maestros están mal formados, a diferencia, por ejemplo, de los maestros y profesores finlandeses. Dudan de la maestra y, sí, concluyen, ella debe estar equivocada. Se alinean con la pereza de Julia y la dejan ir a la escuela sin los deberes.

Julia entra al liceo sin haberle tomado gusto a la lectura. Lee, claro. Pero los textos largos le cuestan, hay mucho léxico que no entiende, y se va perdiendo y se va cansando. Hay muchas frases que tienen una sintaxis compleja, y se va perdiendo y se va cansando. En febrero de 2015, seguramente para su cumpleaños de 12 que festejaron en casa sin su padre pero con abuelos y algún tío, Julia empieza a usar celular. Rápidamente aprende a escribir el español coloquial de las redes sociales, y a escribir sofisticados mensajes multimodales. Hay mucho que ni precisa decir con palabras; sus sutiles combinaciones de íconos, gifs, y sus propias intervenciones sobre fotos y otras imágenes, la hacen una interlocutora interesante para sus igualmente capaces y locuaces amigas.

En marzo de 2015, Julia empieza a ir al liceo, creo que al 32. Tiene la suerte de ir a un liceo donde tiene compañeros que hablan lengua de señas y se integra así a una comunidad educativa más rica que otras. El liceo, además, parece funcionar muy bien, o eso nos parece a los vecinos del barrio. El primer día de clase, su padre, que ya no vive en la casa, la espera abajo para acompañarla, quizá sólo hasta la esquina del liceo. Julia creció mucho, parece niña en sus expresiones, pero tiene un cuerpo de adulta y en sus movimientos, a veces, recuerda a un San Bernardo.

Luego de las primeras semanas de clase, se acostumbra a su independencia, al caos de tantas materias, a llevar la cuadernola que corresponde a cada materia, a tunear un poco su uniforme. El liceo le resulta difícil, aunque ir le divierte. Los textos largos, sus grandes enemigos, cada vez son más. Ningún profesor le enseña qué hacer con esos textos. El de historia enseña historia, la de ciencias físicas enseña ciencias físicas, el de matemática enseña matemática. En clase, ninguno lee los textos, hay que haberlos leído antes de la clase o estudiarlos después. Ninguno da pistas de cómo hay que leer, de por dónde empezar, de qué saltear. A veces le mandan hacer resúmenes. Si los textos son muy largos se cansa y no los termina de leer. Como no los termina de leer, no los puede resumir. Como no los puede resumir, no tiene una idea global de lo que está dando. Como no tiene una idea global de lo que está dando, cuando el profesor agrega algún aspecto nuevo o un matiz, no sabe en qué rama de qué árbol de conocimientos tiene que ponerlo. Si los textos son muy cortos, no sabe cómo resumirlos. Se acuerda de algo que había dicho su padre una vez y que le había parecido gracioso, que si comía de a mitades siempre nunca iba a poder terminar un frasco de dulce de leche, porque siempre iba a quedar una mitad. Entonces, para no ir sin el resumen a clase, Julia corta siempre los textos en pedacitos. Y eso le sirve para los textos largos y para los cortos. Pero no le va bien así.

En la clase de Español sí hablan mucho de los textos, y desarman algunas partes para mirarlos mejor, pero a Julia siempre le parece que nunca vuelven armarlos.

Todos los profesores se quejan de que estudian poco. A veces Julia estudia, pero cuando llega a la clase se acuerda de que leyó, pero no se acuerda de qué decía ni de cómo lo decía. Todos los profesores se quejan de que escriben mal. Todos dicen “yo no estoy acá para enseñar a leer y a escribir: eso tendrían que haberlo hecho en la escuela”. Algunos profesores quieren hacer algo, pero saben que no saben cómo ayudar a sus alumnos a estudiar y a escribir mejor. Son todos profesores de tercera o cuarta categoría. Recuerdan vagamente que al principio de su formación tuvieron una materia de lengua. En todos los grupos se hacía algo distinto. No se sabía bien si era para que lo estudiantes de profesorado mejoraran su manejo de la lengua escrita o si era para mejorar sus capacidades comunicativas, o si era para reflexionar sobre el lenguaje, o si era para todo a la vez. Recuerdan también que alguno de sus buenos profesores les había dado pistas sobre qué hacer con la lengua en la clase, aunque no fueran profesores de lengua. Pero recuerdan pocos buenos profesores; muchas veces los mejores podían tomar solo algunos grupos, porque tenían que dejar lugar para que los que eran peores que ellos tuvieran también sus horas.

La abuela de Julia está empezando a preocuparse, ve que Julia va pasando de año, ya está en segundo de liceo, y sus problemas siguen siendo los mismos. Ellas dos tienen una rutina. Los fines de semana que Julia va a su casa, le pide que le lea el diario mientras ella cocina. Ya casi ni se lo pide; lo que antes era simpático (una lectura falta de entonación, con interrupciones, con marchas y contramarchas) ahora le resulta un tormento. Junta coraje y decide hablar con la madre de Julia y sugerirle que la vea un especialista o alguien que la ayude. La madre de Julia dice que lo va a pensar, estrategia clásica para calmar a las madres. Tres semanas después, la abuela insiste y la madre le dice que no le parece necesario. Que Julia anda más o menos igual que todas sus amigas.

En agosto de 2018, Julia va a pasar las pruebas PISA. Y le va a ir mal.

Si estuvieron atentos a la historia, recordarán que el papá de Julia ya no vivía con ella. Esporádicamente, empezó a aparecer un señor algunos fines de semana, luego algunos días a cenar y desde hace un año ya, el señor desayuna con la mamá de Julia todas las mañanas. Tienen un bebé que apenas sale de casa.

Esperemos que ese niño tenga maestros que tengan buena formación en alfabetización inicial, que puedan manejar con comodidad el programa con el que tienen que trabajar. Esperemos que los futuros maestros y también los futuros profesores del hermanito de Julia hayan tenido buenos profesores, elegidos por su excelencia, que hayan concursado por sus cargos, que hayan tenido formación de posgrado. Esperemos también que la educación haya dejado de ser un campo para la batalla política interpartidaria. Esperemos que la sociedad vea profesionales en sus docentes.

Si esto es así, seguramente al hermanito de Julia le va a ir bien en las pruebas PISA, y en cualquier evaluación que involucre la lectura.

 

Fuente: La Diaria/Uruguay

Martes 26 de Diciembre de 2017
Ministerio de Educación y Cultura